SARHUA: TIERRA DE MONTAÑAS Y COLORES

 

Por Luis Millones

Universidad Nacional Mayor de San Marcos

 
Se llega a Sarhua desde las alturas de la puna. Una montaña que de cerca nos parecerá enorme, se ve como si fuera pequeña cuando se divisa al pueblo, colgado de una de sus laderas. Hay que seguir bajando por un camino que desemboca abruptamente en el río Pampas, al vadearlo llegamos a las faldas del cerro Poqori, dos mil metros más arriba nos esperan los sarhuinos.

El nombre de la comunidad se hizo conocido en la capital desde los años setenta, cuando unos entusiastas promotores llevaron a Lima las vigas ceremoniales, cubiertas de dibujos y colores, que suelen ser el regalo de los compadres a quienes construyen una nueva casa. Con los promotores viajaron también algunos de los artistas de Sarhua, para mostrar la destreza de sus pinceles. Las vigas, con algo más de dos metros, llamaron la atención de los limeños, pero eran un “souvenir” demasiado grande para lucirlo en sus hogares u oficinas. Resultaba igualmente engorroso para el turista extranjero, que prefiere cargar su equipaje con objetos de menor tamaño. Fue así como, en respuesta al nuevo mercado, nació la “tabla de Sarhua” que hoy conocemos, y que en términos generales mide 60 por 30cm.

Si volvemos nuestra atención a Sarhua, podemos decir que la comunidad cambia lentamente su estilo tradicional de vida (y por tanto sigue haciendo sus vigas ceremoniales). Y aunque los mayores se quejan de la modernidad perniciosa que ahora creen ver en la juventud, a los ojos de un visitante el pueblo parece congelado en el tiempo. El quechua es el idioma dominante, apenas si se habla español, sólo con los escasos visitantes que aparecen de manera esporádica. Las ropas de mujeres y niñas, de colores vivos y de sombreros coronados con flores que indican su soltería, contrastan con las de los varones de atuendo más occidentalizado, pero con sombreros también adornados y muchos de ellos con ponchos coloridos que visten los días de fiesta o al anochecer, cuando la temperatura cae de manera notoria.

Dos autoridades gobiernan a los sarhuinos, el alcalde elegido bajo las normas impartidas por el estado peruano, y el presidente de la comunidad, cuyo mando se respeta desde tiempos coloniales. Al alcalde le compete el cortísimo espacio urbano de apenas 400 casas, para un distrito que en total debe sobrepasar los 5000 habitantes. El ámbito rural está regido por el Presidente de la comunidad y sus alguaciles, también conocidos como varayoqs (personas que tienen el bastón o vara de autoridad).

De día Sarhua parece poblada por niños y adultos mayores, la gente de edad laboral está en las alturas, vigilando su ganado o cuidando sus sementeras. Cada cierto tiempo bajarán a sus casas para traer los productos de sus tierras o bien para tomar un descanso de la dureza del clima y de sus labores, y para ser reemplazado por algún otro miembro de la familia.

Esta rutina se altera en junio y agosto, fechas que corresponden a los aniversarios patronales de San Juan y la Virgen de la Asunción. De la puna bajan los fieles organizados para la festividad, participan agrupados por la pertenencia a los ayllus (hay dos en Sarhua: Sawqa y Qollana), por la devoción a las imágenes y por la organización del trabajo en las alturas. En Sarhua se realizan las procesiones, con o sin presencia del párroco (que no reside en el pueblo), corridas de toros, carreras de caballos, banquetes con mucha bebida y quema de “castillos”, como se suelen llamar a los fuegos artificiales.

El templo católico, tiene su interior cubierto de pinturas y cuadros, muchos de ellos de origen colonial, cuyos motivos fueron fijados desde la época de la evangelización y que probablemente han servido de inspiración a los dibujos que se ven en las vigas ceremoniales, cuyas imágenes principales son los miembros de la familia de quienes construyen la casa, a los que se agregan las figuras del Sol en un extremo y la uno de los santos patronos en el otro. Sarhua es aun tierra de misión, la fe cristiana es sostenida por voluntarios de escaso entrenamiento, y por tanto con una versión muy particular de la doctrina, que reemplazan la ausencia del sacerdote, que llega tres o cuatro veces al año. También hay un templo pentecostal, iglesia evangélica que va creciendo a despecho de los celos católicos.

La vida no se deslizó siempre por los caminos de la paz. Como todo el Perú, de 1980 a 1993 sufrió la guerra interna, que además tuvo como escenario principal el departamento de Ayacucho, del que Sarhua forma parte. El conflicto estalló en la vecina comunidad de Chuschi, cuando los seguidores de Sendero Luminoso, quemaron las ánforas de los electores en enero de 1980, dando inicio a sus acciones armadas. Los acontecimientos que siguieron a este hecho desencadenaron la huida de los ayacuchanos a otras partes del país o del extranjero. El lugar de destino más buscado fue la capital, donde las colonias de migrantes anteriores acogieron a los refugiados o los ayudaron a ocupar nuevos espacios en asentamientos urbanos recién levantados, y con construcciones precarias. La fuga de sus lugares queridos y los avatares de los sarhuinos en la inhóspita capital peruana, fueron también retratados en las nuevas “tablas” que se pintaron en el taller de los artistas radicados en Lima.

Hoy día hay escasa comunicación entre los migrantes establecidos en el sur de la capital y su tierra de origen, los trabajos cotidianos tienen poco que hacer con las imágenes de su pueblo. Sus hijos han asistido a escuelas limeñas y la dulce lengua de los chancas, sus antepasados, se ha perdido. Pero aun ahora, en el reducido espacio de su taller, la Virgen de la Asunción tiene un espacio privilegiado. Aquí como en Sarhua sigue siendo la madre y patrona de sus pintores.

 


 

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